
Cada mandado que ella hacía, ya fuera a la plaza por los "cachitos" o las "tortitas de manteca", o a la tiendita de la esquina, eran verdaderos regalos para mi; que intimidado por su bella presencia y caminar, no atinaba más que a contemplarla hasta que la última imagen de su frágil y femenina figura, se perdiera al doblar la esquina de regreso a casa.
Regresar a mi pueblo era un evento de emociones multicolores... Desde lejos, la vista del Valle Santa Catalina era impresionante, tal vez más aún, porque cada vez que te vas, dejas toda una historia detrás: tus raíces, la vida misma en tu terruño.

Ahí estaba mi pueblo, erguido, cual noble caballero, se enseñoreaba orgulloso en medio de su bien templado microclima, dominando sus verdes campos de dulce caña, mientras agrupados a un lado del camino, altos eucaliptos, meciéndose de atrás hacia adelante cual ceremoniosa venia, parecían dar la bienvenida al visitante, o al que de paso va, siguiendo los senderos pre-incaicos que los Mochicas nos señalaran, a través de sus geniales canales de irrigación, rumbo a la serranía liberteña.

Esos mismos caminos que tantas veces también yo vagué, también fue ruta comercial de tantos otros mercaderes, como aquel hombrecillo de las “corbatas con dulce”, la señora de los “alfeñiques”, o el de los “turrones”; además el robusto vendedor de cuadros y espejos, y hasta aquel mercader que venía a vender... ¡Increible! repuestos para maquinas de coser!, todos ellos negociando puerta por puerta,... ¡Ahh!, como olvidar aquel “gordito”, de aspecto serrano, muy folklórico y simpático, con raido sombrero y desgastados saco y pantalón, que a falta de costumbre de calzar zapatos, salvaba su comodidad y economía con un buen par de “llanques”, cargando una alforja y con aguda voz ofrecía sus:... ¡Manzanaaaas...!, Ese era su pregón. Todos estos pequeños pero muy emprendedores comerciantes merecen toda mi admiración y respeto por su gran motivación, que es una piedra angular muy necesaria en el desarrollo del comercio.
Las más jóvenes generaciones, lamentablemente no alcanzaron a disfrutar de ese Laredo pintoresco y natural, prácticas y costumbres que se fueron perdiendo a través de los años, y que a mi memoria llegan ahora mismo.
Otra bonita vista del Viejo Laredo, fue el camino hacia el colegio Chopitea, el cual recorrí de lunes a viernes durante 6 años, que fue en sus buenos tiempos, una bonita alameda que le daba una especial magia a ese paseo, con su fragancia a melaza, la cual se regaba en su suelo con el propósito de afirmarlo y evitar las polvaredas, pues eran tiempos en que todos, estudiantes y maestros, nos desplazábamos a pie, y no existió nunca mezquindad alguna, ni de parte de la hacienda, ni aun después, cuando se creó la cooperativa, porque cuando se trataba de donar melaza con ese propósito, nadie nunca puso "peros", en aquel entonces sí que existía un espíritu solidario.
El Chopitea (el primer colegio laredino), aún conservaba su aire siniestro de antiguo castillo y se tejían historias de pactos diabólicos a su derredor, los que eran tomados muy en serio por chicos y no muy pocos adultos.
Mi maestro, fue el profesor Vásquez, cariñosamente el "Cuto", pero en ese entonces también dictaban el profesor Amaya, el correcto profesor Julio Polo Huacacolqui, quien fungiera de Director en ese centro, y hasta el día de hoy, me cuentan se mantiene activo en la Dirección de su propio centro educativo, el profesor Lucio (de la botica El Pueblo), el estimado profesor Alva Velezmoro, con cariño conocido como "El Zorro", y el "profe" Varela, el profesor Carrión conocido por la muchachada como "Tarzán", y el dinámico y amigable, profesor Pozada a quien cariñosamente llamábamos "Cucharón de fresco", por su complexión delgada y su alta estatura, todos ellos y muchos otros personajes, lugares, eventos y situaciones, iremos juntos recordando, porque son parte de la esencia misma de nuestro querido Laredo, que tiene tantas interesantes historias que contar...
Por: Yvan Reyna Mazuelos
Los Angeles - USA
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